No me interesa demasiado el fenómeno Rosalía aunque me haya resultado imposible abstraerme de las críticas de LUX, un prodigio sonoro según los expertos con guiños existencialistas (sexo, religión, muerte) y canciones complejas que sirven para revestir el registro vocal de la cantante. En un momento en el que la religiosidad está en mínimos históricos, resulta cuando menos curioso que este álbum incluya referencias a Dios, al catolicismo y a la beatificación, ocultas bajo su hilo argumental.
Yo me declaro agnóstica (y no sólo para creer en las virtudes musicales de la catalana). No me convence ninguna religión, aunque me conmueve la idea de que algo, llámese alma, energía o misterio, sobreviva a la materia. Por eso me fascina esa teoría tan hermosa como improbable, según la cual el cuerpo pierde 21 gramos al morir; el supuesto peso del alma. Una hipótesis sin evidencia científica, pero que alberga mucha ingenuidad poética. Los 21 gramos son la medida simbólica de lo que no sabemos nombrar, la intuición de que algo que nos pertenece se resiste a desaparecer del todo.
La historia de los 21 gramos nació en 1907 cuando un médico estadounidense, Duncan MacDougall, intentó demostrar que el alma tenía masa. Pesó a seis pacientes moribundos antes y después de morir. El experimento fue un fracaso, pero el resultado se volvió inmortal. Los 21 gramos se convirtieron en metáfora de lo que escapa a la medición, de esa parte de nosotros que no puede comprobarse ni negarse del todo.
A mí eso de perder peso (aunque sean 21 gramos) me resulta francamente complejo, sobre todo en un momento de mi vida en el que los estragos de la edad campan a sus anchas alterando el volumen de mis caderas y mi abdomen sin Dios ni amo. Pero, a pesar del escepticismo, hace pocos días decidí encomendarme a mi enésima dieta, esta vez a grito de “juro por Dios que no vuelvo a probar el pan ni los dulces”.
Ser agnóstica, pienso ahora, es tener poquita fe. No creer en exceso, pero tampoco dejar por completo de hacerlo
Una repentina confesión que provocó la risa de mi círculo más cercano. Dicen los que me conocen que tengo debilidad por las empresas imposibles y se burlan, con cariño (o eso quiero creer), cuando me oyen ese tipo de expresiones que se me escapan sin pensar. Supongo que les divierte la paradoja de una agnóstica invocando al divino. Yo me río con ellos, aunque a veces me quede pensativa porque se me revele la evidencia de que el lenguaje guarda restos de fe, incluso cuando quienes lo usamos no la mantengamos viva del todo.
Las palabras son depósitos del pasado. Aunque una dude de su existencia, sigue diciendo “por Dios” como la que repite un gesto heredado sin saber de quién.
Yo no sé si tengo alma, pero, ¡Válgame Dios!, que tengo peso.
Pensé en todo esto viendo Poquita Fe, la serie de Pepón Montero y Juan Maidagán. Berta y José Ramón, la pareja protagonista, encarnan una vida sin épica… cenas triviales, atascos, silencios, rutinas… Nada extraordinario sucede en sus vidas, pero todo se sostiene. En esa cotidianidad se filtra una forma mínima de trascendencia, la fe diminuta de seguir adelante, de compartir lo insignificante.
Poquita Fe no habla de religión, pero sí de creencias, de la confianza callada en que la vida tiene peso, aunque carezca de milagros. La serie es una elegía de la rutina, de lo doméstico, de lo que apenas se nota, como si admitiera que la fe puede ser pequeña y, aún así, suficiente.
Quizá ese sea también mi modo de creer. Una fe que no promete salvación, pero encuentra sentido en lo cotidiano.
Ser agnóstica, pienso ahora, es tener poquita fe. No creer en exceso, pero tampoco dejar por completo de hacerlo. Esa fe pequeña, que cabe en una palabra o en un gesto y que pesa, sí, más o menos unos 21 gramos.